Las pintas como antimonumento
Anotaciones sobre Borré las paredes de las pintas de Diana Cano
El espacio público es el territorio de la memoria colectiva. Las estatuas y monumentos ahí situados son recordatorios de tiempos pasados que definieron la identidad social de una ciudad, un barrio o un país. Con el paso del tiempo, y en base a nuevas condiciones culturales, políticas o sociales, los significados que cargan estos monumentos suelen ser cuestionados y modificados. Su carga simbólica muta y se convierte en un lienzo potencial para activar nuevas formas de protesta e inconformidad. De acuerdo con Carolina Vanegas, el poder simbólico de un monumento lo hace “proclive a sucesivas apropiaciones que dependen de muchas variaciones en cada contexto”. De ahí que las estatuas, monumentos o incluso paredes de la vía pública o locales comerciales puedan adquirir otro matiz si se intervienen desde la protesta. El Paseo de la Reforma de la Ciudad de México es un gran ejemplo. El emperador Maximiliano, a mitad del siglo XIX, traza la gran calzada que sería bautizada bajo el nombre de Paseo del Emperador con el objetivo de contar la historia. Sin embargo, este espacio iría cambiando de significados —y de nombre— dependiendo del poder hegemónico en turno.
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Vale la pena entonces cuestionarnos qué representa un monumento para una identidad nacional. Sebastián Vargas, en su libro Atacar las estatuas, plantea de manera precisa qué es lo que hay detrás del símbolo de un monumento. Para el autor, existe una “estrecha relación con el poder. Estas construcciones son producto de políticas de la memoria específicas —promovidas por aquellos que detentan el poder político, económico o cultural en un momento dado—”. Son indicios de un pasado que pretende sobrevivir al tiempo y proyectarse hacia el futuro. Más aún, Vargas encuentra una dicotomía perversa en la constitución de un monumento al mencionar que “se monumentaliza cierto pasado al tiempo que se dejaron en el olvido diferentes dimensiones, procesos, experiencias y sujetos de la historia”. Continuando con el ejemplo del Paseo de la Reforma, ya desde la caída del Segundo Imperio, o la caída de Santa Ana hasta el triunfo de la Reforma, los procesos históricos de la conformación de la identidad nacional mexicana muestran y silencian a la vez. No existe como tal una Historia unilateral. Consecuentemente, podemos pensar en esa avenida como un territorio en constante disputa. Caminar Reforma es encarar la historia que se cuenta desde versiones oficialistas. Además, es una vialidad que termina en los límites del centro histórico a poco más de un kilómetro de distancia de la Plaza de la Constitución, el gran centro de poder político del país.
Por lo tanto, en su carácter de vía histórica, Reforma es el centro de construcción de la memoria colectiva mexicana. No obstante, existen otras memorias que también vale la pena invocar: aquellas que las instituciones públicas condenan al silencio y al olvido. Hoy en día la gran mayoría de las marchas, huelgas y protestas recorren esa vía porque está cargada de historia que necesita ser reinterpretada por los contextos contemporáneos. Traer al espacio público estas otras memorias significa conjurar luchas sociales que, desde la opresión y la violencia, resisten el olvido. En las Tésis sobre la historia, Walter Benjamin declara que “todos aquellos que se hicieron de la victoria hasta nuestros días marchan en el cortejo triunfal de los dominadores de hoy, que avanza por encima de aquellos que hoy yacen en el suelo” y que, por lo tanto, es fundamental “cepillar la historia a contrapelo”. Estas historias contadas contra la corriente, en el espacio público, se materializan con los antimonumentos. Estos son entendidos como:
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Acontecimientos visuales que fijan un suceso histórico particular, toda vez que simbolizan un hecho que rompe la continuidad histórica (...) Es en este sentido que transgreden las convenciones de los memoriales convencionales: son antigloriosos y antiheroicos, son heridas abiertas y punzantes que no pueden sanar.
Sin embargo, hay un fenómeno potencialmente riesgoso con los antimonumentos. Las instituciones del poder, al dejar que se coloquen y que permanezcan en la vía pública, la vía de la Historia, de alguna manera dan por sentado que se perderán entre el caos y el ajetreo de la ciudad. Los antimonumentos pierden el riesgo de punzar y se normalizan a tal grado que se esterilizan políticamente hablando. Se “institucionalizan”, valga la redundancia. Esto es de suma importancia ya que si siguieran incomodando al poder hegemónico, que muchas veces perpetúa los crímenes que los antimonumentos denuncian, no habría forma en que se mantuvieran a lo largo del tiempo. Es por eso que vale la pena traer a colación otro tipo de antimonumento, uno que se borra inmediatamente después de materializarse: las pintas de consignas feministas. Para abordar un análisis de este fenómeno y su verdadero malestar para quienes ostentan el poder, trabajaremos con el proyecto Borré las paredes de las pintas de la artista mexiquense Diana E. Cano.
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Diana borró las paredes de las pintas: ¿Qué mensaje político se esconde detrás de este gesto? Las protestas del movimiento feminista suele dejar dos cosas muy claras: una es que existe una rabia totalmente justificada que destruye todo a su paso como un recordatorio de que no hay miedo y, sobre todo, que son un reclamo que exige justicia. La otra es que, aparentemente, muchas personas están más preocupadas por monumentos, establecimientos y paredes. Principalmente el Estado. Las secuelas de las marchas, todas esas brasas, esas pintas, esos monumentos ultrajados sirven como índice de una memoria colectiva angustiada, fúrica, que arde en llamas. La respuesta política y simbólica desde el aparato estatal es eliminar toda huella de revuelta normalizando así la violencia metódica ejercida por el sistema patriarcal de manera cada vez más burda y más extrema. Borrar, en palabras de la artista Diana Cano, se convierte, entonces, en un acto político. ¿Qué se elige borrar? ¿Qué incomodidad generan las consignas pintadas en las paredes o en las estatuas? ¿Qué violencias se ejercen en el espacio público sobre los cuerpos femeninos y que están totalmente normalizadas? Parece que el papel que juegan las pintas al hacer visible esa violencia es determinante y eso incomoda. Los monumentos son sólo el chivo expiatorio, un justificante para hacer oídos sordos a la lucha colectiva.​
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Borré las paredes de las pintas es un trabajo que se acciona contra la política estatal de borrar cualquier indicio de protesta que queda como remanente de las manifestaciones feministas. Diana utiliza la intervención y edición digital de las imágenes de las pintas que registra durante las manifestaciones y les elimina su contexto, deja sólo el graffiti. Mediante un gesto simbólico y posicionada desde la mirada hacia la Historia y el feminismo, Cano voltea el tablero, lo invierte: borra las paredes de las pintas y conserva, de manera casi archivística, todos los mensajes que arrojan las consignas. Aquellos gritos señalan y evocan. Renuevan y destruyen a la vez. La artista descontextualiza las pintas porque aquí el soporte que las sostiene, de alguna manera, es irrelevante. Da igual si es en la piedra, en la escultura, en la piel, en el celular o en algún cuaderno. Y si se hace sobre los monumentos, sobre el patrimonio cultural e histórico de una nación es porque ya se hizo en todos lados y de mil formas con una misma respuesta: un silencio cómplice que abandona, que omite y que, sistemáticamente, revictimiza. Para ahondar un poco sobre la violencia de género, la escritora argentina Rita Segato menciona que las mujeres han sido:
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Empujadas al papel de objeto, disponible y desechable, ya que la organización corporativa de la masculinidad conduce a los hombres a la obediencia incondicional hacia sus pares —y tam- bién opresores—, y encuentra en aquéllas las víctimas a mano para dar paso a la cadena ejemplarizante de mandos y expropiaciones
“Libres”, “Estado feminicida”, “Les jode ver paredes rayadas pero no mujeres asesinadas” son algunos de los mensajes que nos interpelan. Estas frases funcionan a modo de consigna y dejan un par de cosas claras; 1) quién es el aparato opresor; 2) su posicionamiento frente a las violencias y transgresiones sistemáticas y; 3) que apropiarse del espacio público y de la historia que contiene para transgredir con su lucha supone una reconfiguración del orden social al que están expuestos los cuerpos femeninos. En una entrevista para el presente trabajo, Diana recuerda unas pintas que un colectivofeminista realizó en el Río de los Remedios. Las pintas aludían a ese canal como una fosa clandestina donde los feminicidas y el crimen organizado arrojan los cuerpos violentados de personas, la mayoría mujeres. Las pintas no duraron más de un día; se borraron inmediatamente con el afán de no incomodar, de no problematizar. Diana afirma que hoy en día ese mismo espacio donde se hicieron las pintas está tapizado de graffitis. Es interesante cómo funciona el mecanismo de borrar: lo que atraviesa al poder se elimina, lo que es puro “vandalismo” se queda.
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Diana Cano borró las paredes de las pintas y con ese gesto cuestionó al aparato estatal y patriarcal de la violencia. Con signos descontextualizados creó sus propios antimonumentos. Las pintas son eliminadas pero al menos quedan registros como los de Diana o los de Julieta Gil quien con su obra Nuestra victoria hace un mapa tridimensional, extremadamente detallado en fotogrametría de la Victoria Alada después de ser intervenida por miles de mujeres en agosto de 2019. Mientras, muchos, inconformes, alzan la voz por las paredes y el patrimonio, dejando entrever, con sus quejas, que no les importa el monumento sino que las voces que exigen justicia y dignidad no sean visibles. Tampoco se trata de restar el crédito a los antimonumentos pues estos son, en su justa medida, reclamos de no-olvido, de mantener una memoria dolorosa en la esfera pública. Es esperanzador saber que estarán ahí para que, parafraseando a W.J.T Mitchell, las generaciones futuras tengan presente aquello que representan. Sin embargo, siempre hay que estar alerta y cuestionarnos por qué el poder hegemónico permite la colocación y manutención de monumentos que son, en teoría, muy críticos con él. ¿Podrá ser una especie de lavado de imagen? Del otro lado, en el espectro incómodo, punzando, están las pintas. Verlas solas, como Diana las imaginó, es como ir abstrayendo capas de sonidos durante una marcha y sólo quedarte con las voces, con los gritos resonando en los oídos.