¿Quién contesta si llamamos a la Historia?
Apuntes sobre Dial H-I-S-T-O-R-Y de Johan Gimonprez
El 11 de agosto de este año Roberto Olmeda, Diego Lara, Uriel Galván, Jaime Martínez y Dante Cedillo fueron desaparecidos en Lagos de Moreno, Jalisco. Días más tarde, en medio de una búsqueda tortuosa y angustiante, los familiares recibieron fotografías y un video en el que salían los jóvenes atados y arrodillados en algún predio abandonado. El video, de una corta duración, apenas poco más de un minuto, muestra a dos de los jóvenes inertes y cubiertos de sangre recostados en el piso mientras que otro, en una especie de trance eufórico, es obligado a matar a otro con una piedra. El video nos muestra una realidad. Un país totalmente roto. Una violencia que dejó de conocer límites y que, como el fuego al campo seco, arrasa con todo a su paso dejando un desierto blanquecino. Las cenizas de la muerte. La violencia real y performatizada ha creado un espectáculo del cual será muy difícil salir. Tomará mucho tiempo salir del entumecimiento.
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El 9 de febrero de 2020 Erick Francisco Robledo Rosas asesinó y desolló a Ingrid Escamilla. Los medios amarillistas, los peritos y demás personajes dentro de la investigación difundieron escenas del cadáver y la escena del crimen. La fotografía de Ingrid, desollada, incluso llegó a ser portada de algún periódico sensacionalista. El título de la portada rezaba “La culpa la tuvo cupido”. Así mismo, la imagen convivía con una mujer semidesnuda, sexualizada, con un texto corto que decía “Se los echa en la cara”. Este montaje de imágenes es el claro ejemplo de lo que Rita Segato llama la pedagogía de la crueldad. La portada del periodico “Pásala”, evidentemente, encendió la furia de la opinión pública y, sobre todo, de miles de mujeres que clamaron por justicia. Ya no sólo por Ingrid y los miles de feminicidios y desapariciones forzadas, si no por el mostramiento público de tal escena de terror. Y así podríamos seguir hasta que la náusea, el miedo y la indignación deje de causarnos impacto que pierda sentido. Como cuando dices una palabra reiteradamente. Cualquier ficción que pretenda abordar estos temas jamás nos volverá a atravesar como lo han hecho aquellas imágenes de la violencia. Pienso en lo estéril que se convierten las películas “Vuelven” de Issa López o “Ruido” de Natalia Beristáin.
Dial H-I-S-T-O-R-Y, del artista belga Johan Grimonprez, es una película de video arte que muestra los peligros de una sobreexposición a la violencia en la intimidad de nuestros dispositivos, de nuestros espacios privados. Producida y realizada en 1997, la película está articulada en un montaje a modo de zapping televisivo. Las imágenes que la constituyen varían; algunas son found footage, otras son material de archivos históricos, otras de películas o de anuncios viejos. Este montaje casi onírico nos lleva a través de una serie de secuestros de aviones a lo largo de la historia que se entremezclan con batallas políticas, con ideologías contrastantes reminiscentes a la guerra fría y con el imaginario cada vez más frenético de la televisión del capitalismo salvaje. Kubrick ya nos había mostrado esta relación dialéctica entre la tecnología y cómo ésta nos devuelve la violencia de las imágenes. En su película icónica 2001: Odisea al espacio observamos, mediante elipsis de tiempo que podrían durar miles o millones de años, a una manada de monos que comienzan a ejercer un dominio de habilidades no-naturales mediante el uso de herramientas (huesos) que les posicionan como grupo dominante. Esta tecnología recién adquirida permite defender lo-que-es-de-uno dando así nacimiento a la propiedad privada y con ella las primeras batallas tecnológicas. Cuando un ser vivo es consciente de que puede matar a otro toma una cierta posición hegemónica en la Historia. Lo mismo sucede con las tecnologías como los globos aerostáticos, los barcos transatlánticos o los aviones. Siempre hay una cierta latencia del desastre, de que algo malo ocurrirá: la tragedia de un desenlace funesto.
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Ahora bien, el gesto del secuestro es de suma importancia. Cuando alguien es retenido contra su voluntad y con la amenaza presente de una muerte inminente se propicia una suspensión de marcos y acuerdos culturales. Se suspende el tiempo de vida y desaparecen las reglas sociales. En ese sentido, el mensaje intrínseco que devuelve la película se necesita entender desde los pequeños extractos que hay en el guión: la relación de diálogos que el narrador establece entre dos libros de Don DeLillo que permiten cimentar una narrativa un poco más filosófica. La película abre y cierra con la frase “¿no debería ser la muerte como la zambullida de un cisne, blanca, grácil y suave, que deja intacta la superficie del agua?”. El contraste de la delicadeza de la frase con los avionazos, bombardeos y balazos se vuelve extremadamente potente. Aún más cuando ponemos en perspectiva el contexto pues la película se estrenó previo a los ataques al World Trade Center del 11 de septiembre de 2001. Casi que sirve de prólogo a uno de los eventos más terroríficos en la historia de Estados Unidos. Décadas construyendo fantasías cinematográficas y literarias sobre grandes catástrofes, propias y ajenas, hasta que tocaron a su puerta.
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Ahora bien, un gran acierto de la película es su mezcla de tonos, provengan estos de las imágenes o de los diálogos internos de los videos mismos. Desde la sátira, la violencia explícita hasta la profunda reflexión. Esta multiplicidad de matices que acompañan los ejes temáticos políticos enriquecen la narrativa y permiten una buena conexión. Sin embargo, uno de los peligros latentes que de manera aguda muestra la película es que, si bien la narrativa se concentra en los propiciadores y exponentes de la violencia -terroristas, Estado o medios de comunicación- en detrimento de los novelistas no deberíamos perder nuestra capacidad de asombrarnos ante las brutalidades que se cometen día sí y día también contra las personas pues al perderla cedemos un terreno que de por sí ya se ha convertido en un campo blanquecino de cenizas. Estaríamos permitiendo que la Historia se cuente unilateralmente con todos los ocultamientos y borramientos que eso supone. De ahí que el título de la pieza sea tan interesante: dial H-I-S-T-O-R-Y. Como si de un infomercial se tratase, llamamos a la Historia pero, ¿quién estará del otro lado de la línea? ¿Qué narrativas contará y cómo nos venderá la memoria histórica? Si aquello que cuenta no nos convence, colgamos. Sin embargo, habrá que rehacer la historia, como diría Didi-Huberman, a contrapelo, desde nuevos posicionamientos críticos.
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En Ante el dolor de los demás, Susan Sontag rescata un libro de Ernst Friedrich publicado en 1924, periodo de entreguerras, titulado ¡La guerra contra la guerra!. Las páginas coleccionaban ciento ochenta fotografías reales que relataban las crueldades de la guerra. Sontag relata que el libro comienza con una especie de simulacro: fotografías de soldados y maquinaría bélica de juguete. Mientras avanza la narrativa, el contenido de las imágenes se hace cada vez más turbio: ciudades destruidas, cadáveres de soldados apilados entre trincheras y vehículos bombardeados. Súbitamente llegamos a una sección que encoge la panza: veinticuatro retratos de soldados sobrevivientes de la guerra. Veinticuatro primeros planos de rostros desfigurados que despliegan, en cada herida, una realidad que acerca, atraviesa y conmueve como ninguna ficción lo lograría. Heridas reales que rearman una historia que ha sido desmembrada. Que se vuelve a articular de manera crítica como los aviones y luchas políticas espectacularizadas de Johan Grimonprez. Pero venga, va. Ya entumecidos, al menos grooveemos al son de la música mientras el mundo se nos cae a pedazos.